Alessandro Barbero - Las “visiones” de un historiador

 Le "visioni" di uno storico (Las “visiones” de un historiador)



Se trata esta de una conferencia, de una hora aproximada de duración, brindada por el historiador italiano Alessandro Babero en el marco del Festival Della Comunicazione, que tuvo lugar el 9 de septiembre de 2018.

 

Barbero comienza señalando, en referencia al título de la alocución, que existen dos movimientos que integran la “visón” del historiador. El primero, lanzado al futuro, es el de la previsión, que implica la capacidad de la Historia de anticipar aquello que podrá suceder; el segundo, lanzado al pasado, es el de la revisión, la mirada retrospectiva que constantemente re-examina nuestros conocimientos presentes para re-elaborar nuestra imagen del pasado.

 

Barbero comienza relatando una anécdota de una lectura juvenil, The Moon’s a Balloon, autobiografía del actor británico David Niven, en la cual relata un encuentro con el Primer Ministro británico Winston Churchill durante los años de la Segunda Guerra Mundial. El joven actor interroga angustiadamente al Primer Ministro: “¿Ganaremos la guerra?” A lo cual el Primer Ministro responde, con impresionante aplomo, que sí, que la guerra será ganada. Entonces David Niven le pregunta a Churchill: “Pero ¿cómo puede estar usted tan seguro?” Y Churchill le responde: “Porque yo, jovencito, estudio la Historia.” Describe David Niven como en ese momento se le erizaron los cabellos y Barbero confiesa que, de joven, a él también se le erizaron leyendo aquel pasaje.

 

En cuanto a la visión del pasado, Barbero trae a cuento la notable presencia de películas de temática histórica en la reciente Mostra di Venezia, síntoma, según Barbero, de una creciente necesidad del arte de buscar en el pasado ideas, raíces, identidades, certezas… cosas que no se hallan en el presente. Nos remite aquí Barbero a las palabras que la directora italiana Liliana Cavani y del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck pronunciaron en dicha muestra, según las cuales, en esencia, la política de la época actual se caracteriza por un pavoroso desconocimiento del pasado y una inquietante superficialidad. Acota aquí Barbero que, en general, se puede constatar que los políticos jamás han prestado demasiada atención a la historia, salvo escasas excepciones.

 

Esta última observación, quizás exagerada, es ilustrada por Barbero con una chanza. Si bien no existen las “leyes” en la Historia ni los historiadores creen hoy en día que se pueda hallarlas, existe una observación que se parece mucho a una ley histórica: “No se debe invadir la Rusia.” Sin embargo, los políticos europeos han ignorado reiteradamente esta “ley”; idéntico razonamiento puede hacerse con las más recientes aventuras neo-imperialistas occidentales en Oriente Medio.

 

Dejando la ironía de lado, queda claro que la Historia no puede predecir el futuro, sino como máximo proveer de experiencias útiles para la toma de decisiones. El problema reside en que el futuro se encuentra poblado de factores que no podemos preveer de ningún modo, en el sentido de que nos resultan actualmente inimaginables (si hubieran sido previstos, se actuaría en consecuencia, pero entonces sería otros factores, igualmente inimaginables, los que entrarían en juego).

 

Barbero se remite aquí a los autores que, desde la literatura, intentaron anticipar el futuro. Ray Bradbury, en un cuento escrito en 1948, describió como creía que sería un parto humano en el año 2000. Los desaciertos son reveladores: la pareja, marido y mujer, se acercan al hospital en helicóptero (que sería el vehículo de transporte familiar que todos habrían de poseer en el año 2000), la mujer es colocada en la “máquina de parto”, donde es anestesiada. El marido se pregunta “¿será varón o hembra?”, ya que Bradbury fue incapaz de anticipar la ecografía. Pero lo más llamativo es que el marido, invitado a pasar a la sala de espera, queda aguardando el nacimiento de su vástago, mientras camina de un lado al otro de la sala fumando cigarrillo tras cigarrillo. Naturalmente, Bradbury fue incapaz de concebir algo tan sencillo como la prohibición de fumar en espacios públicos cerrados, cambio que no requería en verdad de ningún avance tecnológico. La enseñanza de esta anécdota es que, si ya es difícil imaginar los cambios tecnológicos que habrán de suceder en el futuro, es prácticamente imposible hacer lo propio con los cambios en el comportamiento humano.

 

Allí Barbero retoma el hilo de la ceguera de los líderes que, ignorando las lecciones de la Historia, invadieron Rusia. En fondo, dice Barbero, más que ciegos ellos eran conscientes de que el futuro es una materia imprevisible, y por ende aceptaron correr un riesgo. Y, en verdad, no solamente los actores de estas gestas históricas lo creyeron así, sino que igualmente los observadores contemporáneos debieron sentirlo del mismo modo. Sólo una vez pasados los hechos, cuando estas invasiones se demostraron inútiles, fue que estos, sacudiendo sus cabezas, pudieron decir que “la empresa estaba condenada a un mal final.” Y esto es, dice Barbero, porque los hechos tienen una solidez distinta cuando han acaecido que cuando aún están sucediendo. El pasado se nos aparece con una estabilidad irrevocable.

 

Parece entonces concluirse que los hombres del presente poseen una gran ventaja sobre los que vivieron en el pasado: una visión más clara de los hechos, menos recubierta de incerteza, pues ya sabemos como concluirán las cosas. Los historiadores sabemos más que los “historiados” sobre el propio mundo en que ellos vivieron.

 

Otra de las paradojas de la Historia, continúa Barbero, abriendo aquí otra línea argumentativa, es que la importancia de un hecho muchas veces queda decidida por acontecimientos que suceden mucho tiempo después. Por ejemplo, la llegada de los Padres Fundadores a la Bahía de Massachusetts en 1625 fue  solo plenamente apreciada varios siglos después, cuando la hegemonía americana hizo ver que tan distinta hubiera sido la historia del mundo si en la carrera por la colonización de la América del Norte hubieran prevalecido, por ejemplo, los franceses.

 

El devenir de los hechos históricos posteriores, en consecuencia, tiene una gravitación intensísima sobre la manera en que comprendemos los acontecimientos del pasado. Esta atracción que ejercen las consecuencias de los actos pasados, de algún modo, nos pone más en contacto con los factores que estaban actuando al momento de los acontecimientos, pero a la vez nos aleja de la vivencia subjetiva de los actores mismos, en la medida en que ellos fueron muchas veces inconscientes de dichos factores.

 

Esta ventaja que el historiador posee sobre los personajes del pasado se revela, entonces, como un arma con dos filos. Pues si, por una parte, esta ayuda a la reconstrucción de los hechos – y la reconstrucción de los hechos es indudablemente la tarea primaria del historiador – al mismo tiempo nos aleja de la posibilidad de acceder a las subjetividades de dichos personajes, que es una de las ambiciones del historiador moderno.

 

No es solamente la ausencia de la incerteza frente a los hechos en curso lo que distancia al historiador de los habitantes del pasado, sino también el propio cambio en las mentalidades (como en la anécdota de Ray Bradbury, más difícil de medir que los cambios en las condiciones materiales). Aquí Barbero trae a colación dos manifestaciones de esta inasibilidad de los cambios en las costumbres: en la serie televisiva Downtown Abbey, apenas dos personajes fuman – y estos se cuentan entre los personajes malvados – y encima, cuando lo hacen, primero salen al patio, lo cual hubiera sido absolutamente inimaginable en la Inglaterra de 1914. En la misma serie, en un punto, se introduce un personaje otomano, el señor Kemal Pamuk. El error allí consiste en atribuirle un apellido a un personaje que, dada su nacionalidad, no hubiera debido tenerlo, ya que el formato onomástico de nombre más apellido, vigente en toda Europa occidental, no había arraigado en el imperio turco aún.

 

En este momento, dice Barbero, la indiferencia hacia el pasado se encuentra con la indiferencia hacia la diversidad en general, puesto que el pasado es, en efecto, un territorio diverso, habitado por gente distinta de nosotros.

 

La incapacidad de imaginar algo distinto de nuestras propias circunstancias, la “trampa del presente”, se evidencia, por ejemplo y según Barbero, en la serie Game of Thrones, cuando al intentar poner en escena un matrimonio dentro de un contexto fantástico-medieval, simplemente se reiteran los ritos de un matrimonio cristiano moderno pero con atuendos de fantasía. En verdad, dice Barbero, un matrimonio en un pasado no demasiado lejano (pone por ejemplo la Florencia del 1500) se trataba de un asunto muy distinto: primero, las dos familias negociaban entre sí, y discutían entre otros asuntos el de mayor importancia, esto es, la dote; una vez arreglados estos detalles, el matrimonio se celebraba en casa de la esposa. El marido arribaba a casa de la esposa con gran pompa, e igualmente el notario, el cual redactaba el contrato de matrimonio ante la presencia del marido y de los padres de la esposa; luego el notario hacía comparecer al marido y a la mujer, se presentaban los anillos, el notario les hacía pronunciar las fórmulas del caso a marido y mujer, y luego los declaraba unidos en matrimonio. Entonces, el marido tomaba a su nueva esposa y la llevaba consigo a su propia casa ante los ojos del público, que oficiaba de testigo. En ningún momento intervenía un sacerdote o se hacía uso de un templo.

 

Llegados a este punto, Barbero propone recapacitar sobre la noción de la solidez del pasado, que había sido afirmada anteriormente en la charla. El pasado no es finalmente un territorio tan sólido como creíamos, en cierta medida, porque hay muchos de sus aspectos que, encerrados como estamos en nuestro horizonte presente, no podemos imaginar, pero también porque simplemente nos faltan muchos conocimientos sobre los hechos sucedidos. 


Barbero denuncia aquí una deformación pedagógica, la de los manuales escolares que dejan la impresión de que sobre el pasado todo se conoce, cuando la realidad es muy diferente. El ejemplo que Barbero escoge es especialmente relevante para una Europa que discute los problemas de la migración foránea: la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio en el año 212 d.C., por decreto del emperador Caracalla. Si conocemos suficientemente las consecuencias de esta decisión, carecemos del documento por la cual fue implementada. Ni siquiera conocemos las discusiones que  seguramente precedieron y sucedieron a esta decisión, sin embargo de tratarse de una decisión fundamental para la historia del Imperio Romano.


Entonces, dice Barbero, la profesión del historiador, en su relación con los hechos del pasado, se aproxima a la del juez, pero no al juez criminal que valora los actos, sino a la del juez de instrucción, que simplemente procura reconstruir lo sucedido. Esta es una labor, sin embargo, que a diferencia de la del juez de instrucción es continua y sin clausura. Las interpretaciones sobre el pasado se transforman constantemente, bien por el descubrimiento de nuevos datos, o bien por el esfuerzo creativo de los historiadores, o bien por a consecuencia de los cambios en los valores contemporáneos. El historiador lanza su mirada hacia un pasado que, a medida que va avanzando su reconstrucción, toma aspectos diferentes. Pero incluso la reconstrucción del pasado no pasa, muchas veces, de una vana ilusión, puesto que los testimonios resultan ser del todo insuficientes. Y allí solamente comienzan las labores de un historiador, puesto que hoy en día se considera insuficiente la mera reconstrucción de los hechos, buscándose más bien aquella de las mentalidades.


Pero – y aquí Barbero inicia, en el poco tiempo que le resta, una línea argumentativa tangencial – ¿qué significa reconstruir una mentalidad? Y ¿qué incidencia tiene el individuo en el espíritu de una época? Aquí Barbero introduce una serie fascinante de ejemplos (desde la Alemania nazi hasta las plantaciones de esclavos de la Confederación sudista y los nativos americanos) de individuos que no han seguido el comportamiento esperable de ellos dadas las reglas de sus sociedades.

 

La adlocución de Barbero se cierra entonces con una muy breve recapitulación: ¿es el pasado un territorio sólido o más bien movedizo? Ninguna de las dos cosas, o quizás ambas al mismo tiempo. ¿Puede el historiador preveer el futuro? Ciertamente no, pero se pueden extraer enseñanzas de la Historia. No directamente, sin duda, sino por analogía. La historia del Imperio Romano muestra como un estado (ciertamente pre-moderno) puede absorber efectivamente un flujo significativo de inmigrantes durante siglos… pero también como, habiendo fallado en su gestión, un tal estado puede entrar en crisis y hasta colapsar a consecuencia de dicho flujo. 


Allí, en última instancia, reposa la importancia de la Historia para la toma de decisiones en el presente: se trata de un repositorio de experiencias útiles, pero nunca de certezas.


Escribe: Federico Bruzone, lunes 24 de mayo de 2021

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